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No hay cuchara

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Al parecer no fui demasiado problemático de chaval. Más bien tranquilote, educado, a mis cosas. Aún así recuerdo a mi madre reprocharme en no pocas ocasiones el actuar sin pensar. El meterme en berenjenales que seguramente me hubiese ahorrado de saber cómo iban a acabar. «A ver, hijo, si tonto no eres, ¿cómo te cuesta tanto darle un par de vueltas a las cosas?», le preguntaba a un incapaz mini-yo. Y tantos años después ya creo entender por qué, Mamá: no por falta de inteligencia (que un poco también), sino de experiencia.

No sé si alguno de vosotros habrá nacido aprendido, pero un servidor lo ha ido haciendo sobre la marcha, a medida que la necesidad exigía. Subiendo escalones. Y ahora que llevo unos pocos subidos comprendo por fin cómo la experiencia nos limita la percepción. O la falta de experiencia, más bien. Retomando la metáfora de la escalera: no se ven los escalones que vienen, sólo los ya superados. Cuanto más subes mejor comprendes tus errores anteriores y mejor intuyes las dificultades futuras. En cualquier caso aprendes a no dar las cosas por sentadas, tanto escarmiento acaba por desarrollarte la humildad. Como resultado se dan contradicciones curiosas: haber subido tan sólo un par de peldaños y creerse omnisciente sin haber visto nada, o llegar tan alto en la ascensión como para sentirse del montón sabiendo mucho más que la mayoría.

Salí del instituto convencido de ser un fenómeno que iba a comerse el mundo, y la realidad se encargó de quitarme la gilipollez de encima a hostias. Que te bajen los humos siempre es doloroso al principio, pero si eres vivo y ves por donde van los tiros puedes aprender a aprender, y ahí la cosa se pone interesante.

Durante mis primeros años como profesional me creía muy listo. Era el más friki de las oficinas por dónde pasaba, capaz incluso de imprimir en Linux (eh, principios de los 2000, poca broma), un crack. Pero entonces tuve la enorme suerte de atracar en Flumotion, donde me llevé la primera en la frente. Y fue gorda. Allí un grupo de tipos venidos de todos los rincones del planeta dejaron tan en evidencia mi nivel técnico por simple comparación que me planteé seriamente dejar la profesión. Humillante. Es como ser el mejor delantero de tu liguilla de fútbol del barrio y ponerte a jugar con la plantilla de un club de Primera. Suerte tuve de que uno de ellos me acogió bajo su ala y, lejos de hacerme aborrecer el tinglado, me enseñó de qué iba aquello en realidad, dando inicio a mi renacimiento profesional. Pero eso es harina de otro costal (¡gracias Arek!).

Esos peldaños que subí en Flumotion junto a mejores técnicos son el fin de la historia para muchos profesionales. Avanzar en tu carrera, asumir que eres un pobre diablo y, con humildad y trabajo, llegar a no ser tan putapénico. Bien. Conozco mis limitaciones, soy amo de mi destino, nirvana. Pero hay barreras más difíciles de derribar, y es que todos llevamos vendas en los ojos, algunas atadas a conciencia.

Hay cierta facilidad en asumir tu rol entre gente de tu mismo perfil. Si no eres demasiado cabezón entiendes rápido que no eres tan bueno cuando ves en acción a los que sí lo son. Al fin y al cabo trabajáis en lo mismo, usando un lenguaje común, y tenéis la capacidad de valorar vuestro desempeño (y aún así es impresionante la de gente incapaz de asumir sus limitaciones). La cosa es más complicada cuando se valora el trabajo de un perfil distinto. El desconocimiento nos hace atrevidos, el atrevimiento prepotentes, y la prepotencia directamente idiotas. Allí dónde he ido ha sido norma el infravalorar la función de los equipos ajenos. Los técnicos tienden a pensar que el resto son menos listos y no entienden nada, los comerciales que los demás no tienen contacto con la realidad y que, a fin de cuentas, su trabajo es el único que suma a las arcas, y así con todos.

Atrevida juventud… Años defendiendo con vehemencia que los técnicos no estaban lo bastante valorados, que los jefes eran unos inútiles, los comerciales unos sinvergüenzas vende-humo o que los gestores de proyecto aportaban al proyecto poco más o menos lo que un cuadro en la pared. Atrevida ignorancia. De nuevo, he tenido la suerte de verme desempeñando no pocas de esas funciones, aprendiendo de gente mejor que yo.

Todavía en Flumotion me molesté cuando trajeron a un director de desarrollo para hacerse cargo de la gestión del equipo técnico (habíamos superado ya los 20 programadores). Hasta entonces yo había ido por libre, reportando exclusivamente a las más altas esferas, y aquello me mosqueó. Mi deformada y estereotipada visión de la jerarquía. «Los jefes no producen», «cobran más por hacer menos», «los cargos intermedios ralentizan». Tiempo después, ese mismo director, Pierre, dejaba la empresa de manera fortuita. Ya conocéis la cantinela, se valora lo que se pierde. Desprovistos de nuestro director, nos convertimos en un pollo sin cabeza. Pierre instauró un proceso, se erigió en guardián del mismo y delimitó de manera clara los mecanismos de comunicación entre el equipo y el resto de la empresa, entre otras cosas. En su ausencia, volvimos a la falta de orden anterior, perdiendo velocidad, visibilidad y capacidad de interacción con otros departamentos. De nuevo, aprendí a guantazos de la importancia de la gestión en un equipo de personas. Una disciplina sutil, compleja, tremendamente necesaria y absurdamente infravalorada por niñatos como yo.

Y si en Flumotion crecí muchísimo en lo tocante a lo técnico, los últimos más de 3 años como fundador en Ducksboard han sido un master sobre la vertiente de negocio. Evidentemente, mi función en Ducksboard es principalmente técnica, pero estar involucrado en todas las conversaciones y decisiones de negocios con gente experimentada te moldea la percepción.

Es impresionante cómo el punto de vista evoluciona con la cantidad de información disponible. Cuando tienes acceso a todos los números, a los gastos, a los ingresos, cuando la esperanza de vida de tu proyecto se mide en euros en la cuenta y tú tienes toda esa información, sin filtros, entiendes muchas cosas que antes se te escapaban. Muchas. Ves justificación dónde antes presuponías incompetencia. Aprendes muy rápido que sin ingresos no hay fiesta, y aceptas de buen grado sacrificar valores antes intocables. Un técnico, uno bueno al menos, prima la calidad por encima de todo lo demás. Para el responsable de un negocio el retorno de una inversión es sagrado. Alcanzar un término medio viniendo de uno de los extremos es complejo, y exige experiencia y sentido común. Si no te van las medias tintas, es posible que te sientas más cómodo en alguno de los polos.

De hecho, cuando corre por ahí la pregunta de qué se necesita para ser CTO, yo respondería que equilibrio. Una pata en cada lado. Entender la problemática técnica y entender la problemática de negocio, la única manera de sopesar y decidir objetivamente. Saber comunicar a los técnicos por qué no es el momento de buscar un 100% de cobertura de tests, y a la gente de negocio por qué se van a retrasar nuevas características 3 semanas para resolver problemas de diseño sin beneficio inmediato en ventas. Es una bisagra entre esos dos mundos. Y sin experiencia en ambos lados es imposible ser objetivo en las valoraciones. Si crees que el CTO es el mejor técnico de la empresa, estás equivocado.

Decían en Matrix (la primera, la buena, la única), al doblar cucharas con la mente, que el truco está en que en realidad no hay cuchara. Es un tema de percepción, de cómo de entrenado está el cerebro para ver más allá. Mi consejo es que no os quedéis apoltronados en vuestra zona de confort, viviendo de prejuicios y estereotipos. Salid de ella, experimentad el otro lado, expandid horizontes. Sólo así llegaréis a ver que, efectivamente, no había cuchara.


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